Al otro lado del río

¡¡¿Qué necesidad tenía?!! –pensé indignado.
¡Pero para mi sorpresa la respuesta fue lógica!
De alguna manera estaba feliz, porque si bien se ensanchaba el río que nos separaba, por fin podía verla. Era ella, definitivamente era ella. Era la segunda vez que lo hacía en poco tiempo y, si bien en ambas el río se había ensanchado, en ambas sentí la misma sensación:
- Mis brazos podían llevarme hasta su orilla, la ancha y feroz corriente no podía detenerme.
¡Cómo iba a hacerlo si por fin te veía! –pensé.
Pero el agua volvió a contaminarse, y mientras me sacaba mi última prenda seca las pirañas acecharon mi orilla. “Ya no pude ir en tu búsqueda, aunque lo quisiese”, volví a pensar, a sentir.
Cerré los ojos y esperé, pero esas malditas come sueños no se fueron. Caminé hacía otro punto, pero ellas me siguieron.

“Si te quedas acá ya sabes que desde la cobardía no se avanza” – me dije a mí mismo. Entonces tímidamente las enfrenté, pero ante las primeras mordidas, en algunos de los lugares donde ya habían mordido, decidí salir del agua nuevamente. No estaba en condiciones de desangrarme otra vez, tan pronto. Aún estabas allí, mirando a la distancia la escena.
Otra vez yo de este lado, otra vez sólo, pero ahora ya sin poder divisarte. Por alguna oculta razón te habías marchado de mi vista.
Me recosté a sanar. Las escuchaba, el agua parecía hervir ante tanto alboroto que hacían. Ese maldito sonido era ya lo único que podía escuchar. Lo reprimí, tanto que los oídos ya no me dolieron. Decidí darles algo de comer, saque un pequeño trozo de inocencia y se los di suavemente. Primero lo mordieron desenfrenadamente, luego lo hicieron en calma y hasta con algo de dulzura. “Así esta mejor”, pensé.

La noche cerró sus cortinas y todo se apagó. Ella en su orilla, yo en la mía, y las pirañas durmiendo entre nosotros, velando un descanso sin sueños, sin amor.
“Mañana será otro día”, pensé esperanzado y cerré los ojos para siempre en esa noche.